Capítulo 1 – EL BALCÓN


Aquella mañana despertamos con un cansancio desesperado. Quiero decir que me parecía excesiva la soledad que debíamos enfrentar las próximas horas.

-Has visto mi blusa- preguntó Dayana.

-Creo que la arrojé por la ventana.

Mientras ella buscaba su ropa en el balcón, yo pensaba que era distinta esta breve soledad, juntos guardábamos los juegos de nuestra infancia, esas partecitas vírgenes que quedaban de nosotros. El libro abandonado en el escritorio de la oficina. El dibujito en el cuaderno de matemática. El beso de la mañana en la parada de buses. Los poemas que nos rondan todo el día y mueren en la almohada. Esos regalos que se quedan contigo y que siempre terminan en la basura. Esas partes inaccesibles de nosotros, esas partes que ni nosotros mismo recordamos. Esas pequeñas llaves de pasado que acarreamos en costales de olvido a lo largo de nuestra vida, en la ruta del trabajo a la casa, en la ruta de la casa al trabajo, porque la única forma de hacer que el mundo no nos alcance es ocultar las breves soledades que nos acompañan.

Trocitos de felicidad que deben ser defendidos con prioridad como el rey en una apertura. Esos son las patadas que se le da a la muerte. Esos besos que se olvidan a la mañana siguiente cuando el olor de otro cuerpo se desprende de nosotros.

-La blusa ha amanecido en la vereda- dijo Dayana mientras reía.

-No fue mi intención botarla, iré por ella. Quédate en el balcón y no te vayas a quitar la cobija, porque estos vecinos siempre buscan una excusa para llamar a la policía.

Bajé mientras pensaba que la policía se había acercado a mi casa ocho veces el último año. Desde la última vez tenía más cuidado de dejar abierto el balcón. Era un domingo y mi ligue de la última noche Kelly empezó a fumar, mientras me decía que por una calle a dos cuadras pasaba su bus, y que no era necesario que la vaya a dejar. De pronto ella se desnudó, y unos muchachos que jugaban en la calle decidieron que el partido había terminado.

Kelly era una chica de veinte años, la verdad parecía más joven la vez que me la presentó Cato. Cualquiera que la veía le daba unos dieciséis, y por eso una vecina decidió que lo mejor era llamar al DINAPEN.

Esa no fue la primera vez que se desnudaban en mi balcón. Cato un día regó la historia que a todas las chicas que se acostaban conmigo yo las convencía de desnudarse. Desde ese día todos los vecinos pasaban la vista por mi apartamento cuando cruzaban a la panadería, cuando iban al trabajo. Incluso se los podía ver como vigilaban el balcón, cuando paseaban a sus perros. Estaba seguro que mi apartamento era el más seguro de todo el vecindario.

Volví a la habitación con la blusa y Dayana lucía un poco agitada.

-Ya se me hace tarde, creo que lo del balcón lo dejaremos para otro día-dijo un poco seria-, aunque la verdad nunca creo que me pudieras convencer igual que a las otras chicas.

-Eso lo inventó Cato. La verdad yo no hago nada, es la magia del balcón.

Dayana esperaba una gran explicación, pero no la había. Es el problema de las mujeres esperar que siempre haya alguna especie de ciencia que lo explique todo. Y ese es el problema que podía acabar con un hombre: intentar entender una ciencia que no existe.

Dayana tenía un cuerpo precioso, esculpido por horas de gimnasio. A sus treinta años, cuando la mayoría de mujeres empiezan a marchitarse, ella lucía un trasero de manaba quinceañera. Además las doctoras siempre me representaban una debilidad. Las últimas dos me tuvieron fiel por un tiempo, incluso la última Jessica me tuvo hablando dos semanas de una boda que nunca se concretaría. En fin era difícil decirle no a una doctora. Es algo de principios, ellas salvan vidas. Y decirle NO a una doctora podría significar que ellas le dijeran NO a un paciente. O que se distrajeran mientras medicaban. Y yo no podría vivir con eso.

-Llámame y tal vez la próxima vez desfile en tu balcón- dijo la churona mientras cerraba la puerta.

Normalmente ella era la que me llamaba, yo solo respondía sus mensajes cuando no teníamos un mejor plan con Cato.